En un mundo tan ruralizado, como el riojano, y tan sometido al racionamiento como el español de los años cincuenta, perder "la cosecha" era sinónimo de miseria y emigración. Cuando las plagas atacaban el campo, como sucedió en 1920 en el término municipal de Agoncillo y poblaciones cercanas con la langosta, o la meteorología era terríblemente adversa, cambiaba la vida de los habitantes de las poblaciones rurales, y en especial del campesinado. Y esto es lo que sucedió en el año 1951.
	 Fue en los primeros ocho días del mes de julio, con la cosecha de cereal 
    sin recoger y las viñas, las hortalizas y los frutales por "buen camino". 
    En la misma semana, el 4, miércoles, y el 8, domingo, sendas tormentas 
    dejaron el campo riojano como un erial y a los campesinos sin recolección.
    
    La primera tormenta había afectado fuertemente a La Rioja Alta y la 
    segunda al resto de la provincia. El granizo, la piedra y el vendaval que 
    acompañó al aparato electrico fue de dimensiones desacostumbradas, 
    hablándose de piedras de hasta 300 gramos, y las consecuencias paralelas 
    a estas proporciones.
    
    Así lo describía, henchido de retórica, un corresponsal 
    de Nueva Rioja aplicándolo a la población de San Asensio:
  
 "Los trigos y cebadas hincaron sus desgranadas 
    espigas en el fango, vencidas por el huracán y la pedrea; las hortalizas, 
    abatidas y tronchadas, vieron huir los jirones de sus hojas hurtodos por 
    el viento enfurecido; las viñas, golpeados y rotos su pámpanos 
    y racimos, muestran hoy sus cepas desnudas, despojadas de sus penachos verdes. 
    Todo lo que ayer era alegría es hoy dolor".