En el capítulo titulado "La compañía de Martínez
Sierra" se dice: "Andando el tiempo se supo que detrás de Martínez
Sierra había otro escritor: su esposa, María de la O Lejárraga,
que por complejo de modestia, abnegación y cariño prefería
quedar en el anonimato. Mujer inteligentísima de gran ternura y sensibilidad,
por una aberración inconcebible durante nuestras revueltas políticas
tomó partido por los rojos más avanzados y manchó su historial
de dulzura y serenidad predicando ideas disolventes en los agros andaluces y
extremeños, proceder tanto más absurdo cuanto que vivía
suntuosamente en un magnífico inmueble de la calle de Génova,
desde el cual lanzaba sus alegatos demoledores".
Nada menos que una aberración inconcebible constituye para tal comentarista
la circunstancia de vivir suntuosamente y, no obstante, predicar ideas demoledoras,
según Olmedilla denomina a las ideas socialistas, que son las siempre
profesadas por María Lejárraga. La aberración abría
alcanzado proporciones más monstruosas, a los ojos de tan mezquino analizador,
de haber sabido éste que, además de dicho aposento de la calle
de Génova, tomado en alquiler, mi ilustre correligionaria era propietaria
de una casa de campo -de la que luego hablaré- en Cagnes-sur-Mer, muy
cerca de Niza, donde solía recluirse para trabajar al huir de los rigores
del invierno madrileño.
Cualquier mortal dotado de sentido común estimará que cuanto mayor
sea el bienestar de una persona, más generosa resultará su
consagración a los humildes. Cosa distinta sería si ese bienestar
o esa riqueza -caso de haberla, y en María nunca la hubo- estuviesen
logrados a costa de sudores y sufrimientos ajenos, y no con el trabajo propio
que fue el único manantial de mi excelsa amiga. Lo confirma Martínez
Olmedilla diciendo de ella: "Había empezado a vivir modestamente
como maestra nacional, cargo que dejó para dedicarse a la literatura.
Madrugadora infatigable, a las cinco de la mañana empezaba a laborar:
un día, era el capítulo de un libro original; otro, la traducción
de una obra maestra: Shakespeare, Ibsen, Maeterlink, o las escenas de una comedia
propia, en las que campean la exquisitez, la fina sensibilidad inconfundiblemente
femenina. Lo interesante para ella era producir sin descanso: la exhibición
personal, le molestó siempre: de ahí su desden ante el aplauso,
negándose siempre a firmar sus escritos. En el feminismo español
tiene María Martínez Sierra un lugar preeminente porque escribe
siempre en mujer; su obra es totalmente femenina. Pero desconcierta al observador
porque no sabe si hay en ella abnegación, escepticismo, renunciamiento
o simplemente paradoja. Para todo tiene una sonrisa de supremo desdén;
ni aún se conmueve -ella, tan maternal en apariencia-, ante la idea de
verse estéril. Y, sin embargo, ha escrito con sangre del alma "que
toda mujer, porque Dios lo ha querido, dentro del corazón lleva un niño
dormido".

Razones del anónimo
Si Martínez Olmedilla, para documentarse menos superficialmente y enjuiciar
más imparcialmente hubiese leído el libro "Gregorio y yo
- Medio siglo de colaboración" que María Lejárraga
publicó en Méjico hace nueve años mientras estuvo aquí
antes de ir a Buenos Aires donde ahora reside, se habría ahorrado aventuradísimas
conjeturas acerca de su comportamiento al mantenerse en el anónimo, pues
ella misma explica esa actitud en las siguiente líneas relativas también
a su marido:
"No hemos colaborado, es decir trabajado en nuestra obra común sin
interrupción, por haber sido marido y mujer; hemos llegado al santo estado
de matrimonio a fuerza de colaborar. Antes de ser siquiera "novios"
habíamos escrito y publicado cuatro libros: "El poema del trabajo",
"Cuentos Breves", "Flores de escarcha", "Diálogos
fantásticos". Antes de casarnos la primera novela corta, "Almas
ausentes", alcanzando el primer premio en un concurso literario -¡mil
posetas de entonces!- sirvió para añadir unas cuantas superfluidades
a nuestra instalación conyugal ... "El poema del trabajo" y
"Cuetos breves" logramos editarlos en secreto juntando nuestros escasos
ahorros. Firmamos, yo por ser maestra de escuela, los "Cuentos" destinados
a los niños; él, por ser reconocidamente poeta, el poema. Llevámoslos
el mismo día a nuestras respectivas casas. En la de mi colaborador, un
libro era casi un milagro, y el del primogénito fue recibido con todos
los honores: sorpresa, regocijo, orgullo familiar. Creo que hasta champaña
se descorchó en la celebración. En la mía, donde había
tantos, dos libros más, aunque uno lo firmase la primogénita y
el otro el "amiguito" que mis padre y hermanos antes que yo sospechaban
que había de convertirse en novio, no significaban gran cosa ni ocasionaron
celebración alguna. Yo, en mi orgullo de autora novel, había descontado
mejor acogida. Tomé -interiormente como es mi costumbre- formidable rabieta,
y juré por todos los dioses mayores y menores: "No volveréis
a ver mi nombre impreso en la portada de un libro".
"Esa es una de las "poderosas" razones por las cuales decidí
que los hijos de nuestra unión intelectual no llevaran más que
el nombre de mi padre. Otra que siendo maestra de escuela, es decir, desempeñando
un cargo público, no quería empañar la limpieza de mi nombre
con la dudosa fama que en aquella época caía como sambenito casi
deshonroso sobre toda mujer "literata" -sobre todo literata incipiente-.
¡Si se hubiera podido ser célebre desde el primer libro! La fama
todo lo justifica".
La razón tercera, tal vez la más fuerte, fue romanticismo de enamorada.
Casada, joven y feliz, acometióme ese orgullo de humildad que domina
a toda mujer cuando quiere de veras a un hombre. "Puesto que nuestras obras
son hijas de legítimo matrimonio, con el nombre del padre tienen honra
bastante". Ahora, anciana y viuda, veome obligada a proclamar mi maternidad
para cobrar mis derechos de autora. La vejez, por mucho fuego interior que conserve,
está obligada a renunciar a sus romanticismos, si ha de seguir viviendo,
aunque sea por poco tiempo".
Una atriz ingenua,
mujer fatal
¿Contra quién defendía sus derechos de autora? Contra una
hija de
Catalina Bárcena que, por ser hija de Gregorio Martínez
Sierra, pretendía absorberlos hundiendo en la misera a la verdadera creadora
de tantas comedias famosas.
Catalina Bárcena, como por lo general sucede con las actrices que en
el escenario representan papeles de ingenuas, actuó de mujer fatal deshaciendo
un matrimonio dichoso. Pero María Lejárraga, ni aún después
de comprobar la infidelidad, dejó de atribuir a Gregorio cuanto ella
producía. Más de cuatro quintas partes de la obra literaria que
figura a nombre de Gregorio Martínez Sierra, sin exhalar quejas ni formular
protestas hasta que desvalida y expatriada hubo de acudir a los tribunales en
busca de amparo, pues las comedias que ella escribió -ella y nadie sino
ella, pues Gregorio enfocó sus actividades a especializarse como director
de escena y a ser empresario teatral- siguen representándose en España
y en el extranjero, especialmente "Canción de Cuna" que, traducida
a varios idiomas, ha dado con aire triunfal la vuelta al mundo.
Cabe mayor abnegación
y mayor elegancia espiritual que las de esta mujer escepcionalísima por
su talento, su cultura, en nobleza e incluso su enamoramiento?. La muerte de
su marido, de quien permaneció separada largos años, aunque guardándose
siempre respeto y cariño, la supo en 1947, con dolorosa sorpresa, por
una emisión radiofónica, hallándose ella exiliada en Francia.
Libretos musicados: El Amor Brujo
Antiguos afiliados al
Partido Socialista
Cualquiera que lea "Arriba el telón" creerá que María
Lejárraga, negando su personalidad y contradiciendo su historia, se lanzó
alocadamente a desatentadas aventuras revolucionarias. Por el contrario, fue
leal consigo misma en todo instante. Hija de un médico que practicaba
su profesión en los miserables suburbios madrileños que
Vicente
Blasco Ibánez tomó para fondo de su novela "La horda"
la exquisita sensibilidad de María hizo que su espíritu no sólo
se apiadara de tantos desventurados sino que le animase para pelear en pro de
ello, contribuyendo a redimirlos. Y cuando ninguna sombra velaba todavía
su felicidad matrimonial, Gregorio y María ingresaron ambos como afiliados
en la Agrupación de Madrid. Esto lo ignora sin duda Olmedilla.
María era, pues, una veterana en nuestras filas cuando en 1933 el Partido
la incluyó en la candidatura de diputados a Cortes por Granada. A virtud
de esta circunstancia tomó parte en actos de propaganda electoral. A
Olmedilla le será impible encontrar en el texto de aquellos discursos,
contra cuanto torpemente asegura, nada que manchara el historial de dulzura
y serenidad de la eximia comediógrafa, quien nunca perdió su aire
dulce y su tono sereno. En tierra andaluza mezclose con gentes humildes, compareciendo
ante ellas en unión de Fernando de los Ríos -otra gran figura
del Socialismo español que tampoco se entregó nunca a alegatos
demoledores- para confontarlas y alentarlas, como cumple a un alma impregnada
de auténtica caridad y limpia de repulsivas hipocresías.

Protestar contra las injusticias sociales, cual hoy protesta el Papa, quien,
encima, hace que se unan a su clamor todas las jerarquias eclesiásticas,
sólo pueden considerarlo pecaminoso hombres infectados por odios anticristianos
como Martínez Olmedilla que ha sido capaz de estampar en 1961 su estúpida
diatriba contra María Lejárraga por anticiparse a esas
mismas protestas.
En el Congreso, María Lejárraga de Martínez Sierra se sentaba
junto a mi en los escaños de la oposición a un Gobierno formado
por republicanos apóstatas de la democracia, con reaccionarios impenitentes,
y "sotto voce" nos entregábamos a comentarios presididos por
absoluta coincidencia ...
Misterios en la Costa Azul
Pero párrafos antes ofrecí hablar de la casa que en
Cagnes-sur-Mer poseía la autora de "Canción de Cuna" y voy a cumplir
lo prometido.
En París, a donde llegué en forma casi inverosímil después
de concluir catastróficamente la huelga general organizada contra la
entrega del Poder a elementos desafectos al régimen, recibí muy
afectuosa carta de María Lejárraga ofreciéndome dicha casa
y describiendo su emplazamiento solitario en un paraje campestre al borde del
Mediterráneo y alejada del pueblo, en fin, sitio ideal para descansar.
Acepté.

Policias franceses no me dejaban ni a sol ni sombra, según ellos para protegerme,
por tener confidencias de que dos carlista habían atravesado la frontera
para matarme en venganza por el asesinato de un diputado correligionario suyo.
Muchas veces, estos servicios de aparente protección son más bien
para vigilar al "protegido" siguiendo a todas horas sus pasos, pero,
bien para lo uno o para lo otro, a mí me enojaron siempre. Me hice ilusiones
de que abandonando la capital quedaría libre de semejante pejiguera:
mas al montar en el tren para la Costa Azul, un inspector montó conmigo.
Al apearme en Niza, mi acompañante me confió a otos dos inspectores
que esperaban en el andén. Ellos me guiaron al domicilio del apoderado
de María, quien, habiendo ya recibido instrucciones de ésta, puso la
casa a mi disposición.
Era una mansión exenta de suntuosidades, aunque cómoda, holgada
y silenciosa, sin más ruido que el ritmo de las olas que espumeaban suavemente
en playa inmediata. Gobernábala una señora de edad, cuya única
hija trabajaba en lujosa tienda de la cercana Niza.
Cuando la muchacha sin antecedente alguno de los nuevos huéspedes -una
hija mía y yo- llegó aquella noche a dormir, sorprendiose al ver
hombres sospechosos entorno a su vivienda. Empavorecida, corrió desolada
a Cagnes-su-Mer, arrabal de Grasse, participando sus temores a varios lugareños
que se ofrecieron a escoltarla para desentrañar el misterio. Al acercarse
la patrulla campesina, salieron a su encuentro los hombres sospechosos, quienes
se identificaron. Eran policías veladores de nuestros sueños,
los cuales no se creyeron obligados a explicar qué misión estaban
desempeñando. La muchacha entró en casa, donde su madre la aguardaba
con impaciencia por el retraso, y ya en autos, acabó de tranquilizarse,
marchando al otro día, muy temprano, directametne a Niza.

Los labriegos retornaron al arrabal y allí divulgaron lo que habían
visto. ¿A qué obedecería la presencia de policías
en derredor de la casa? Todos los vecinos de Cagnes quisieron verlo por si mismo
y, unos a pie y otros en bicicleta, se acercaron a nuestra residencia, dando
cada cual versión distinta, con arreglo a la respectiva fantasía,
de tan extraño suceso como el que agentes policiales procedentes de Niza
fuesen o viniesen en continuos relevos a custodiar la casa misteriosa. ¿Qué
ocurriría dentro de ella? ¡Adiós tranquilidad, adiós
reposo!
Pero la situación se hizo pronto mucho más violenta. Llegaron
de Roma, para acompañarnos unos días, el comandante de aviación
Ignacio Hidalgo de Cisneros, agregado a nuestra embajada en la capital italiana,
y su esposa
Constancia de la Mora Maura, nieta de don Antonio Maura. Marcelino
Domingo y yo habíamos sido testigos de su matrimonio civil en Alcalá
de Henares en el año 1931. Me unía a ellos una amistad entrañable,
sobre todo con Ignacio, que convivió conmigo en el mismo Hotel de París
durante la emigración inmediatamente anterior al advenimiento de nuestra
República. Después en plena guerra civil, quedó roto todo
vínculo amistoso, porque ambos derivaron hacia el comunismo. Yo hice
destituir a Constancia por sus vergonzosas parcialidades desde el ministerio
de Estado al censurar los mensajes telegráficos a periódicos extranjeros.
Traza borbónica de un
comandante republicano
Ambos esposos de alojaron en nuestra casa de Cagnes. Levántabase esta
en una estrada que desde la carretera va al campo de golf. Un guardián
de campo que me vio paseando a pie con Ignacio, echó a volar la especie
de que éste era el mismísimo Alfonso XIII, de lo cual mostrábase
seguro por haberle conocido personalmente en ocasiones que allí mismo
jugó al golf el rey. Cierto que Ignacio tenía cierta traza borbónica,
guardando en la talla y el rostro cierta semejanza con Alfonso XIII y por ello
resultaba explicable la confusión.
Comenzaron a correr por la comarca disparatadísimos rumores de que el
rey destronado y un ex ministro republicano se habían citado en aquel
lugar solitario para concretar secretamente la restauración del trono,
y he ahí las extraordinarias precauciones policiales. Para colmo de los
colmos, un diario de Niza insertó en su primera plana extensa información
prestando eco a los absurdos bulos. Estaba terminando el Carnaval de Niza y
los turistas, que en legión, son atraídos por aquellas famosas
carnestolendas comenzaron a encaminarse hacia Cagnes, ansiosos de testimoniar
cualquier episodio de tamaño acontecimiento. Para librarnos de semejante
curiosidad, los Hidalgo de Cisneros, mi hija y yo decidimos ausentarnos durante
toda la jornada, recorriendo de punta a punta la Costa Azul.

Cuando, entrada la noche, regresamos a casa, nos aguardaba el jefe de policía
del departamento de los Alpes Marítimos, quien, tras saludarnos con gran
respeto, fijó inquisitivamente su mirada en Ignacio Hidalgo de Cisneros.
Debieron de quedarle dudas sobre la identidad de éste, pues, extremando
la cortesía, insinuó que deseaba examinar su pasaporte. Púsolo
Ignacio en manos del Comisario, calóse éste las gafas para ver
detenidamente el retrato, que compulsó con el rostro de aquel, disipándosele
las dudas de que se tratara de Alfonso XIII. Volviéndose hacia mi, manifestó
que iba a pedirme un favor, contestando yo que me tenía a sus órdenes:
-Voy a suplicarle -añadió- que regrese a París. Si usted
quiere, puede continuar aquí, pero marchándose me prestaría
un gran servicio personal que yo le agradecería muchísimo. Ya
ve Vd. el revuelo que se ha promovido con su presencia, revuelo al que contribuyen
ciertas novelerías ...
-Mañana mismo -le dije, sin permitirle concluir sus negociaciones- regresaré
a París.
Ignacio y su esposa emprendieron el retorno a Roma y mi hija y yo marchamos
a París en el primer tren. Lo que falsa, sañudamente y sin venir
a cuento, escribió en "Arriba el telón" don Augusto
Martínez Olmedilla ha removido todos estos recuerdos.
Llegue hasta María Lejárraga en su modesto retiro de Buenos Aires
el homenaje de mi amistad y de mi admiración y perdóneme que,
saltando sobre su elegante discreción, haya aludido en los presentes
renglones a su litigio con la hija de Catalina Bárcena y haya citado el
nombre de esta atriz ingenua que, como mujer fatal, destruyó un matrimonio
enlazado floridamente por el arte y el amor.
(
Le Socialiste, jeudi 22 fevrier 1962, pp.1-2)